miércoles, 13 de octubre de 2010

PRINCIPIOS BASICOS DE BIOETICA: EL PRINCIPIALISMO DE BEAUCHAMP Y CHILDRESS

          La primera sistematización importante sobre principios éticos en Biomedicina que se conoce, la encargó el Congreso norteamericano en 1974 a la National Commission for the Protection of Human Subjects of Biome­dical and Behavioral Research, con objeto de garantizar la etici­dad de la investigación con seres humanos. Cuatro años después, los comisionados publicaron el mundialmente conocido Informe Belmont , que estipula tres principios éticos : respeto por las personas, beneficencia y justicia.
El respeto por las personas -la autonomía- obliga, al menos, a dos con­vicciones éticas: una, a que los individuos deben ser tratados co­mo entes autónomos, y otra, a que las personas cuya autonomía está disminuida deben ser objeto de protección. Respetar la autonomía exige valorar las opiniones y elecciones de las per­sonas y abstenerse de obstruir sus acciones, a menos que éstas produzcan un claro perjuicio a otros. El principio de Benefi­cencia resalta el no hacer daño, o al menos minimizar los ries­gos, a las personas; aunque este informe no contempla la diferencia con la No-Maleficencia. Finalmente, en dicho informe el principio de Justicia se enuncia como "imparcialidad en la dis­tribución de los riesgos y los beneficios, y el axioma de que los iguales deben ser tratados igualitariamente".
            R. Dell ‘Oro describe, cómo se estructuró la primera sis­tematización ética general, posterior y complementaria al infor­me Belmont, en Estados Unidos. Su génesis fue el resultado del encuentro y la compatibilización de dos teorías éticas : la utilitarista y la deontológica, desarrollada en 1979 por Beauchamp y Childress en su libro Principles of Biomedical Ethics. Su mayor novedad, además de diferen­ciar el principio de No-Maleficencia, es utilizar los principios éticos en medicina clínica, de modo que estructura una moderna ética aplicada.
            Actualmente, los principios más aceptados para resolver los problemas diarios en el ámbito de la bioética son cuatro: prin­cipio de Beneficencia, principio de No-Maleficencia, principio de Autonomía y Principio de Justicia.
 a) Principio de Beneficencia
               El principio de Beneficencia es aquel que propone hacer el bien, o el de ayudar a los demás en sus necesidades, siempre que ellos voluntariamente lo pidan o lo acepten. En las personas adultas y responsables, este principio nunca permite hacer el bien o ayudar sin el consentimiento del paciente.
En el extremo opuesto a la Beneficencia, está el paternalis­mo, que aparentemente puede parecer adecuado, ya que preten­de beneficiar a un ser humano; pero, en ciertos casos, puede ser incorrecto, al no acertar con los deseos de la persona favoreci­da. Diego Gracia presenta, como ejemplo palmario de pater­nalismo, el obligar a transfundir sangre a un Testigo de Jehová adulto y responsable que la necesita para salvar su vida, y se niega a recibirla por fidelidad a sus ideas. No es paternalismo, sin embargo, el conseguir que un enfermo que padece un brote esquizofrénico agudo sea ingresado en contra de su voluntad; o el evitar que un Testigo de Jehová, por sus creencias, arriesgue la vida de un hijo suyo. Estas actuaciones médicas no serían pa­ternalismo, sino auténtica Beneficencia. Como puede observarse, en la práctica diaria, a veces, es difícil establecer los límites del paternalismo.
            Por eso, es conveniente insistir en la importancia excep­cional del consentimiento informado, como la auténtica clave para evitarlo. Para ello, ante cualquier procedimiento diagnós­tico o terapéutico de relevancia, el paciente debe ser informado para alcanzar su asentimiento. Para aceptarlo como adecuado y veraz, se requiere el cumplimiento de una serie de condiciones: Información suficiente, adecuada capacidad mental, compren­sión de la situación y capacidad para tomar decisiones por parte del paciente. Si alguna de estas premisas no se cumplen, es nece­sario revisar la calidad del consentimiento y cuestionar su vali­dez como garante del principio de Beneficencia, y éste, a su vez, es inseparable del principio de Autonomía.
 •b)     Principio de No-Maleficencia
             Es importante diferenciar claramente el principio de "No-Maleficencia" ("primum non nocere"), del principio de "Bene­ficencia" (en beneficio del enfermo). El primero, como todos los principios éticos negativos, obligan siempre, con ámbito uni­versal, y, por eso, es anterior a cualquier tipo de información o de consentimiento, ya que nunca es lícito hacer el mal. Por ejemplo, el precepto de no matar, es un imperativo que no ofre­ce duda sobre su obligatoriedad universal. Sin embargo, los preceptos positivos, por ejemplo, prevenir la enfermedad o practicar la promoción de la salud, no obligan con la misma fuerza siempre y a todos; entre otras cosas, porque sería prác­ticamente imposible hacerlo de manera estricta. Por tanto, su no cumplimiento tiene una valoración ética variable.
            Diego Gracia insiste en que la No-Maleficencia no sólo obliga a no hacer el mal, sino también a procurar positivamente que la vida biológica de todos los hombres sea tratada con total consideración y respeto. Su definición tiene alcance universal y general frente a la Beneficencia, la cual, al contrario, es parti­cular y concreta. Como veremos más tarde, estas diferencias son fundamentales para poder "priorizar", o valorar, la categoría de los principios.
            En resumen, nunca se debe hacer el mal, aunque a veces sea lícito no hacer el bien. Nadie puede estar obligado a hacer siem­pre y de manera continua todo el bien posible. Por ejemplo, asistir a este acto en la Real Academia nos impide en este mo­mento trabajar en el hospital atendiendo a nuestros enfermos. Así entendido el principio de No-Maleficencia, nunca debe con­culcarse; aunque el de Beneficencia, al ser un principio positivo, exprese de manera más cabal la actitud que debe presidir la relación médico-paciente.
             c) Principio de Autonomía
             En el informe Belmont, la autonomía se contempla en un sentido muy concreto: como la capacidad de actuar con conoci­miento de causa y sin coacción externa. Como puede observarse, explica Diego Gracia[7], el concepto de autonomía de la Comi­sión americana no es el kantiano, "el hombre como ser auto legislador", sino otro mucho más empírico, según el cual una acción se considera autónoma cuando el sujeto ha sido debida­mente informado de todas las ventajas e inconvenientes y es conforme en su realización.
            La autonomía interesa fundamentalmente desde su vertiente conductual. Faden y Beauchamp[8] piensan que las acciones son autónomas cuando cumplen tres condiciones: «intencionalidad», «conocimiento» y «ausencia de control externo». La intencionalidad se tiene o no se tiene, y no admi­te gradación. En cuanto al conocimiento: no hay duda de que, para que exista auténtica autonomía, el sujeto debe conocer con precisión la acción que se decide y sus consecuencias. Por último, en relación con la ausencia de control externo, las inter­venciones del exterior pueden llegar a eliminar la auténtica in­tencionalidad de una decisión.
            De todas las posibilidades de control externo, a nuestro juicio, la más extendida, sin duda, es la manipulación de la in­formación con la que a veces se presentan los problemas éticos de nuestro tiempo. Pensemos, por ejemplo, en el caso de la eutanasia. En las encuestas que habitualmente salen a la luz pública, se detecta un importante porcentaje de ciudadanos a su favor. Cuando algunas de esas encuestas han tratado de inves­tigar no el número de partidarios sino la precisión del término eutanasia, se ha podido comprobar reiteradamente que lo que la población entiende por eutanasia es el deseo de poder morir dignamente, en las mejores condiciones humanas y sin sufri­mientos innecesarios que originen agonías interminables, deter­minadas por un encarnizamiento terapéutico. Si se pudiera acla­rar los contenidos conceptuales del término, la respuesta de los encuestados pensamos que sería totalmente diferente.
            Al control externo hay que añadir la intervención del pro­pio individuo, el llamado control interno; una decisión para que sea realmente autónoma debe ser tamizada por una personalidad suficientemente capaz. Ello explica que algunos trastornos men­tales conviertan al sujeto en incapacitado para sus decisiones autónomas. Finalmente, conviene recordar que una decisión sólo puede ser entendida como auténtica cuando es coherente con el sistema de valores asumido conscientemente a lo largo de la vi­da; por tanto, deben considerarse decisiones no autónomas aque­llas que se oponen a dichas normas, salvo que éstas hayan sido rechazadas expresamente.
            ¿Qué autenticidad puede tener la decisión de un paciente en una unidad de medicina intensiva que pide ser eliminado porque su vida carece de sentido? ¿No será el ambiente de su hospitali­zación un sesgo externo que influye en su capacidad de com­prender la situación hostil en la que se encuentra?
            ¿Qué grado de autonomía existe en un sujeto parapléjico que pide en los medios de comunicación que se le aplique la euta­nasia? ¿No será una manera encubierta de demandar más aten­ciones o de solicitar involuntariamente algo que le devuelva la ilusión? ¿Cuál es el nivel de autenticidad en una mujer que pide un aborto? ¿No será un grito de queja ante la falta de otras so­luciones menos dramáticas?

De todo ello se deduce la importante tarea educativa que obliga a los sanitarios a informar correctamente; sin prisas, con precisión y con el máximo rigor sobre todos y cada uno de los acontecimientos que vayan surgiendo a lo largo de la historia natural de la enfermedad. La educación para la salud es precisa­mente la ciencia y el arte de ayudar a la población a decidir en libertad sin coacciones ni manipulaciones, de acuerdo con sus creencias y actitudes. El médico tiene obligación de explicar y aclarar todas las dudas del paciente para hacerle más fácil y responsable su decisión.

El consentimiento informado  es entonces  la expresión práctica del principio  de autonomía , y no consiste sino en el proceso  por el cual  el agente de salud  plantea  al enfermo la  necesidad de  determinado procedimiento  diagnóstico  o terapéutico, le explica los riesgos y beneficios y las alternativas si las hubiese.  El paciente entonces  toma la decisión contando con todos los elementos de juicio. Sin embargo hay circunstancias en las cuales  se puede exceptuar la obligación  de solicitar el consentimiento informado del paciente, y tradicionalmente se han descrito  cuatro: 1) la más frecuente es la que ocurre en situaciones de emergencia. En estos casos, el consentimiento se supone implícito y se asume que, en dichas circunstancias, el paciente hubiera dado su consentimiento. 2) otra situación menos habitual es la del paciente mentalmente incapaz que carece de la suficiente responsabilidad para hacerlo. 3) existe una eximente que se deno­mina "privilegio terapéutico" y corresponde a aquella situación es­pecífica en la que se considera que informar al paciente puede ir en menoscabo de su salud física o psíquica. Aunque se discute, cuáles son los límites reales de este privilegio, el médico, mejor que nadie, debe conocer las características del paciente y saber qué información conviene que sea proporcionada a él o a sus familiares más cercanos. 4) la delegación en el médico es la cuar­ta causa de excepción a la obligación del consentimiento infor­mado. Muchos pacientes prefieren delegar sus funciones en el médico, ya que confían en que éste tomará las decisiones que más le convengan.

            Cada vez es más frecuente encontrar opiniones en favor de priorizar la autonomía del paciente sobre cualquier otra consi­deración ética; sin embargo, es necesario ser cautos a la hora de su aplicación práctica, para no transformar al médico en un mero proveedor de servicios al antojo del enfermo. A veces, como reivindicación de esa autonomía, el enfermo puede solicitar a su médico procedimientos diagnósticos o terapéuticos innecesarios, que sólo él por su formación profesional es capaz de valorar en su justa medida. La negación de esos recursos no vulnera, en modo alguno, el principio de autonomía, sino que, incluso, lo protege; siempre que se le explique al paciente, con paciencia y delicadeza, lo inadecuado de su demanda. Un caso parecido, pero en sentido contrario, son las órdenes de no reanimación cardio-pulmonar que se prescriben en las historias clínicas de algunos pacientes terminales. En Estados Unidos, se planteó un vivo debate acerca de la actitud de dar esta  indicación sin contar con el consentimiento del enfermo,  ya que dicha disposición se convierte, de hecho, en una decisión unilateral con menoscabo de la autonomía del enfermo.
La aplicación práctica, certera, del principio de autonomía sólo debe ser analizada bajo el control de los otros dos prin­cipios fundamentales: el de Beneficencia y el de Justicia.
 •d)     Principio de Justicia
             Tradicionalmente, la justicia se ha identificado con la virtud de dar a cada uno lo suyo; lo justo se identifica, en su sentido más lato, con lo correcto y, a la postre, con lo bueno: "Uni­cuique suum". Tomás de Aquino explica la justicia anteponiendo el bien común al bien particular. Por eso, el bien del pueblo es más excelente que el bien de un solo hombre. En el informe Belmont se describe como "imparcialidad en la distribución de los riesgos y los beneficios el axioma de que ‘los iguales' deben ser tratados igualitariamente".
            El principio de justicia, aplicado a la relación médico-paciente, corresponde, de una manera muy particular, a un ele­mento "tercero", el cual puede identificarse genéricamente co­mo "administración sanitaria". La conferencia Internacional ce­lebrada en la capital de Kazakjsthan, Alma Ata, en 1978, inau­gura a nivel mundial, la llamada Era Política de la Salud. Con ella se presenta la salud de la población como un derecho de los ciudadanos, y su aplicación, como un deber del Estado. La épo­ca a la que nos referimos se caracteriza, además, por entender la salud como un bien que no se puede imponer a la población, sino que es el resultado de una auténtica conquista personal y comunitaria. Los distintos estudios realizados sobre los determi­nantes de salud y la enfermedad han concluido que los estilos de vida y la influencia ecológica tienen el máximo protagonismo en la causalidad de las patologías prevalentes. Ramón Gálvez ha podido deducir el importante valor que tiene el esfuerzo personal en la consecución del bienestar físico, mental y social, al estar estrechamente vinculado a determinados estilos de vida generadores de riesgos. La salud, al ser en gran parte, el resultado de nuestros estilos de vida, tiene una dimen­sión comunitaria que la transforma en un deber, con una res­ponsabilidad personal creciente. En un sistema sanitario público se trata de garantizar el apoyo solidario de toda la población para financiar los gastos, cada vez más ele­vados, de la asistencia médica. Es necesario que la población conozca con exactitud las conductas generadoras de riesgos y sus con­secuencias. Entendida así la salud, no hay duda de que tiene una dimensión ética indiscutible. Kant sostiene que los deberes para con uno mismo (preservar la propia vida o salud) son obli­gaciones importantes. La promoción de la vida y de la salud son bienes que cualquier individuo está obligado a proteger.
            Para el mismo Kant, el hombre no tiene precio; tiene valor, dignidad. Cualquier valor es conmensurable, y puede entrar en el cálculo comparativo; pero la "dignidad", por el contrario, es aquella propiedad merced a la cual un ser es excluido de cual­quier cálculo, por ser él mismo medida del cálculo. La escuela de Robert Spaemann ha dado mucha importancia a este plantea­miento. Javier Gafo argumenta que «en todo caso, la obligación de cuidar la propia salud no puede tomarse como simple "non­sense", sino como una máxima prudencial de gran aplicabilidad, ya que cualesquiera que sean las propias aspiraciones, objetivos o formas de concebir una buena vida, estos intereses quedan fa­vorecidos por la salud y perjudicados por la enfermedad. Hay un deber de cuidar la propia salud, ya que es imposible realizar los deseos y aspiraciones actuales y futuros si se destroza la pro­pia salud».
            No todas las técni­cas instrumentales de diagnóstico o tratamiento tienen que estar al alcance de todos los individuos. La limitación económica de unos presupuestos, frente a las demandas prácticamente infinitas de la población, conducen al planificador sanitario a dictar nor­mas de obligado cumplimiento, que tiendan al beneficio de la población en su ámbito universal, frente al bien particular y concreto.
            A pesar del enfoque sanitario, el principio de Justicia, como ha quedado dicho, consiste básicamente en dar a cada uno lo su­yo; ello exige, para hacerlo bien, conocer qué es lo primero que a cada uno corresponde por el hecho de ser persona. Es decir, tratarla como corresponde a su categoría ontológica. Tomás Melendo lo expresa diciendo que a las personas hay que constituirles «en término de nuestro amor». Tratar a una persona con justicia equivale a hacerla objeto de nuestro amor. «El propósito de mantener la paz y la concordia entre los hombres, mediante los preceptos de la justicia, será insuficiente, si por debajo de estos preceptos no echa raíces el amor, la justicia sin amor, sin misericordia, es crueldad».
            Todo ello nos mueve a defender que junto a las obligadas li­mitaciones economicistas, hay que garantizar el máximo de efi­ciencia y el mayor nivel de equidad en su aplicación y por en­cima de todo ¾en primer lugar¾ podemos y debemos exigir que la aplicación de las técnicas disponibles, se haga siempre con competencia profesional y con un máximo de "carga amorosa", como corresponde al paciente objeto de nuestra atención.

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