lunes, 6 de agosto de 2012

SEGURIDAD DE LOS ENSAYOS CLÍNICOS Y EL ROL DE LAS FARMACÉUTICAS

Fuente: miradaprofesional.com
BUENOS AIRES, agosto 6: En esta nota publicada ayer el fin de semana en el suplemento Futuro de Página/12, Marcelo Rodríguez reflexiona sobre la evolución de los métodos de control de los ensayos clínicos de medicamentos, y como los laboratorios intentan muchas veces vulnerar los derechos de los pacientes. 

“El medicamento será suministrado sin costo alguno para usted durante el ensayo. Sin embargo, si el medicamento se aprueba para su comercialización mientras que aún está inscrito en el ensayo, usted o su compañía de seguros tendrá que pagar por él.” Si su vida dependiera de ese medicamento pero su costo de mercado lo hiciera inaccesible, ¿aceptaría o no las condiciones? Es el texto de un formulario que una compañía de ensayos clínicos en Estados Unidos hacía firmar a los ingresantes.

Los protocolos de ensayo clínico son las pruebas de eficacia, seguridad y efectos adversos que debe atravesar todo nuevo medicamento antes de ser usado masivamente. Estudian o comparan su acción en personas, una acción que de algún modo se puede prever en las imprescindibles etapas previas de investigación in vitro y en animales, pero que en definitiva es desconocida, es la incógnita que se busca revelar.

A pesar de que la Declaración de Helsinki, consensuada por la Asociación Médica Mundial (WMA), fijó en 1964 un marco para que la investigación biomédica se ajustara a la integridad y los derechos humanos, la complejidad de la relación asimétrica que se establece entre investigadores e investigados –y, en un sentido más amplio, entre la industria farmacéutica y el resto de la sociedad– cuenta con puntos nebulosos.

Al considerar los avances médicos como un beneficio para la humanidad en su conjunto se choca en principio con que la dinámica de producción de estos avances está a cargo, en su mayor parte, de unas pocas compañías privadas en el mundo que pueden solventar sus altos costos. Directa o indirectamente, éstas reclutan pacientes que reúnan las condiciones de salud necesarias para ser tratados con el medicamento bajo estudio, éstos consienten en acceder al tratamiento experimental gratuitamente y así se genera –en el caso óptimo– una relación de mutuo acuerdo y beneficio. Pagarles a los pacientes está razonable y suficientemente prohibido, a fin de evitar que alguien se someta por necesidad.

Normalmente, la compañía patrocinadora del estudio se hace cargo de todas las cuentas, incluidos los controles médicos integrales del paciente (las empresas aseguran que éste es un gran atractivo) y, por supuesto, los medicamentos y los honorarios de los investigadores médicos y los gastos administrativos.

La incógnita viene después. Muchas de las compañías farmacéuticas que realizan este tipo de estudios siguen proveyendo los tratamientos a los pacientes una vez finalizado el estudio, aun sin estar obligadas por las leyes a hacerlo. Hasta aquí, permanecemos en el terreno donde lo correcto es compensado por la buena voluntad de los programas de caridad y responsabilidad social empresaria.

El ejemplo del principio fue elegido por Ignacio Mastroleo, profesor de Filosofía de la UBA y becario del Conicet, en el marco de su beca de doctorado para su trabajo “Justificación de la obligación de continuidad de tratamiento beneficioso para los sujetos de investigación”, que ganó el premio de Bioética de la Fundación Jaime Roca. Tal vez no responde a la generalidad, pero sirve para plantear un problema real en la relación actual entre sujetos bajo investigación, investigadores e industria, y por qué no, en la relación de la ciencia con la sociedad de mercado en la que se desarrolla.

Por haberse prestado a que Edward Jenner (1749-1823) probara en él su primera vacuna contra la viruela en 1796, James Phipps (1788-1853) se convirtió a los 8 años de edad en un héroe de la historia de la ciencia. Hoy la tendencia hegemónica –que incluye posiciones muy diversas, desde la inaugurada en 2001 por la Comisión Asesora de Bioética estadounidense (NBAC) hasta la crítica del influyente autor Alan Wertheimer, de los Institutos Nacionales de Salud de ese país– concibe la relación entre investigador e investigado como un acuerdo de reciprocidad en el que cada parte recibe un paquete de beneficios (que en el caso del paciente bajo estudio incluye un tratamiento potencialmente beneficioso y control médico integral) a cambio de determinado compromiso. Dentro de la lógica de esta “reciprocidad de mercado” –con un contrato por tiempo acotado y libremente acordado por las partes–, resulta difícil justificar que la institución patrocinadora deba seguir aportando beneficios (pagar el tratamiento) una vez finalizado el ensayo.



Hay soluciones de compromiso que extienden el beneficio del tratamiento por un tiempo x después del ensayo, pero solucionan la paradoja abierta entre un sentido moral que indicaría dar el tratamiento a quien depende de él y no tiene cómo pagarlo después de haberse prestado a las pruebas, y un sentido de la reciprocidad económica, que considera que no existe obligación ninguna una vez cumplido un contrato.

Pero esta supuesta transacción entre particulares se diluiría cuando se considera a la actividad científica en el marco de una sociedad que puede (y necesita) verse beneficiada con ella. En ella, el paciente puede no estar motivado por el beneficio personal, como sugiere el punto de vista mercantilista. Mucha gente participa de éstos esperando que se halle la cura para una enfermedad, o para que el problema tenga visibilidad social en busca de una solución. Evidentemente, existen muchos beneficios (y obligaciones también) que exceden los términos de cualquier consentimiento informado.

El trabajo de Mastroleo aporta conceptos de reciprocidad más abarcadores que el de mercado, como el de reciprocidad comunitaria formulado por Gerald A. Cohen en 2001, que se basa en el deseo mutuo de cooperar. Y otro quizá más realista: el de reciprocidad democrática, basado en el filósofo estadounidense John Rawls (1921-2002), que habla de acuerdos celebrados en el marco de principios de justicia aceptados por todas las partes. Es diferente de lo que hoy ocurre, cuando los términos del acuerdo son invariablemente impuestos por una de las partes, sin posibilidad de negociación.

Los casos puntuales terminan siendo dirimidos por abogados, pero es a la sociedad en conjunto a la que le corresponde decidir la jerarquía que da a los derechos humanos y a la investigación científica.


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